El cuaderno azul

El cuaderno azul lo compré un lunes de septiembre, el primero después de jubilarme. Había pasado cuarenta años enseñando Lengua y Literatura, y el silencio del aula me resultaba tan extraño como si el mundo hubiera bajado el volumen. No sabía qué hacer con las mañanas, ni con esa costumbre de buscar miradas jóvenes que te obligan a seguir despierto. Así que me acerqué a la papelería del barrio —una de esas que aún huelen a goma de borrar y a papel húmedo— y pedí un cuaderno “que dé ganas de escribir”.
La dependienta, con sonrisa de tiza, me dio uno de tapas duras, azul marino, con una textura que recordaba la tela de los viejos cuadernos de contabilidad. “Este aguanta el tiempo”, me dijo. Y lo creí.

Aquella tarde lo abrí con la emoción de quien empieza una vida nueva. La página en blanco tenía algo de promesa y de vértigo. Decidí llenarla con las frases que había oído a mis alumnos durante tantos años: pequeñas verdades, destellos de humanidad que merecían no perderse.
“Profe, uno se da cuenta de que ha crecido cuando deja de discutir con su padre.”
“El silencio también es una forma de decir te quiero.”
No eran frases de libros, sino de vida. Las copié con cuidado, como quien cose un recuerdo para que no se deshilache.

Mientras escribía, volvieron a mí los olores del viejo taller familiar. Durante dos generaciones, mi familia se había dedicado a la encuadernación artesanal. Crecí entre tapas de piel, hilos encerados y prensas de madera que chirriaban como si respiraran. Mi padre decía que cada libro tenía su pulso, su manera de doblarse ante el tiempo.
Pero el oficio se fue apagando. Cuando el taller cerró, también se cerró una forma de entender la paciencia: la de reparar lo que otros daban por perdido. Tal vez por eso, sin saberlo, aquel cuaderno azul se convirtió en mi propio taller: en vez de tapas y lomos, yo unía ahora palabras y voces.

El cuaderno fue creciendo, igual que crece la vida cuando uno se detiene a mirarla. Y un día, al releer aquellas páginas, me entró la duda de qué sería de todo eso cuando yo ya no pudiera contarlo. No quería que esas voces se quedaran encerradas en un cajón.
Fue entonces cuando mi hijo me habló de una herramienta nueva, una especie de puente entre el presente y el después. Me explicó que podía grabar mis mensajes, elegir a quién llegaría cada uno y confiar a alguien de mi entorno que los hiciera llegar a su debido tiempo. Me pareció una forma moderna —y algo misteriosa— de seguir encuadernando la vida.

Grabé mi voz, sin prisa, leyendo las frases una por una. Algunas veces me reía, otras se me temblaba la voz. Dejé mensajes distintos: uno para mi mujer, otro para mis hijos, alguno para esos antiguos alumnos que marcaron algo en mí. Cada grabación era una puntada nueva, un hilo invisible entre lo que fui y lo que quedaría.

Y en el último audio, el más difícil de todos, dije:

“Si algún día escuchas estas palabras, recuerda que lo más importante no está en los libros, sino en las miradas. Enseñar no fue mi trabajo: fue mi manera de querer al mundo.”

Ahora el cuaderno azul descansa en un cajón junto a mis gafas viejas y la navaja de mi padre, la que aún corta el hilo de coser las cubiertas. A veces lo saco y paso las páginas, que huelen a tinta, a madera, a tiempo.
Y cuando alguno de mis mensajes llegue a su destino —porque alguien, con cariño y discreción, cumple su promesa de entregarlos—, sentiré que la antigua encuadernación familiar sigue viva: uniendo vidas, como antes uníamos páginas.

💭 Reflexión final

Todos tenemos un “cuaderno azul”: recuerdos, palabras, gestos o historias que merecen ser escuchadas cuando ya no podamos contarlas.
Con ileave, puedes convertir esas memorias en mensajes que llegarán, a su tiempo, a las personas que más quieres.
Porque dejar una huella no es desaparecer: es seguir acompañando.

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